sábado, 14 de marzo de 2015

Ibiza, la primera ciudad

En el viejo mundo, un elemento esencial en la fundación de la ciudad fue la piedra angular que se enterraba en las cuatro esquinas del ámbito elegido para levantar el primer edificio, acto que ejecutaban los sacerdotes en un ritual en el que se bendecía el suelo que se le robaba a los poderes de la tierra y del inframundo.

     Estoy absolutamente convencido de que en la cima del Puig de Vila, en algún lugar de su subsuelo, también Iboshim retiene aquella piedra primordial que aseguraba la protección de los dioses tutelares, Ba’al Hammón, Melqart, Tanit y Bes. Esta liturgia fundacional hoy puede parecernos extraña, pero lo cierto es que muchas de nuestras creencias hunden sus raíces en las de los pueblos que nos precedieron. Nuestra arquitectura, sin ir más lejos, sigue siendo tributaria de aquel sentido religioso del habitar que mantenemos en infinidad de detalles: la bendición que el sacerdote todavía practica al inaugurar un edificio singular, simbolismos domésticos como las cruces hechas con lechadas de cal en los muros, los añiles que rematan los vanos de ventanas y puertas con la intención de alejar a las fuerzas del mal o la salpassa, bendición de la casa que buscaba asimismo la protección de los dioses y que recuerda la de los ‘dioses lares’ romanos que tan importante papel jugaban en el ámbito doméstico y cotidiano. Pero volvamos al hecho fundacional de la ciudad que se encomendaba siempre a una divinidad que la protegía y a la que, en muchos casos, le daba su propio nombre. Asur, por ejemplo, lleva el nombre del dios principal de su panteón. Y tanto nuestra isla como nuestra ciudad –Ibiza o Iboshim– significan ‘Isla y Ciudad de Bes’. Estamos, por tanto, bajo la tutela de un dios egipcio, una divinidad de culto fundamentalmente doméstico, protector del hogar y del habitar, una función que ya tenía hace milenios en la residencia de Amenhotep III, en Malkata, y en el palacio de Ramses II, en Kantir. Darle a la ciudad el nombre de un dios era importante porque, como ya vemos en el inicio de la Biblia, la palabra tiene una potente fuerza generadora y creadora: «En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios». Todo lo creado nace del Verbo y lo genera la Palabra. Nada tiene de extraño, por tanto, que la ciudad se proteja con el nombre del dios en el que creen y confían sus habitantes.

     También sabemos que las ciudades antiguas explicaban su origen a partir de un mito fundacional que subrayaba los méritos y la heroicidad de sus fundadores.

     La leyenda fundacional de nuestra primera patria, Cartago, es bien conocida: los tirios aceptaron las exigencias de un reyezuelo local que sólo les cedió la tierra que pudieran cubrir con la piel de un buey, pero cortándola a tiras tan finas como pudieron, los tirios marcaron un espacio considerable de 22 estadios –aproximadamente 4 km. de perímetro– que dio lugar al primer asentamiento que siglos después fue la capital de un imperio. Es evidente que también Iboshim tuvo su propio mito fundacional, aunque, siendo su trasmisión oral, se perdería en el tiempo.

     Sabemos que los púnicos reservaban la escritura para cuestiones estrictamente técnicas –construcción naval, navegación, arquitectura, astronomía, agricultura, etc– y en menor grado en divagaciones metafísicas y religiosas como vemos en Tales que, nacido en Mileto, era prácticamente cartaginés; en las elucubraciones de Zenón y en los escritos del también púnico Agustín de Hipona que, convertido al cristianismo, fue obispo y luego santo.

Ámbito poético-religioso

     Sea como fuere, aquellos relatos fundacionales quedaban en el ámbito poético-religioso y, por lo que sabemos, el ciudadano no confundía literatura y realidad. Los pragmáticos púnicos utilizaban el mito, pero lo situaban en la esfera de lo poético. Su realidad cotidiana era extremadamente utilitaria y materialista, como demuestra el hecho de que la fundación de Cartago tuviera poco que ver con credos y religiones.

     Los tirios que la fundaron eran en realidad fugitivos, disidentes, rebeldes que pusieron mar por medio y eligieron el lejano oeste que algunos navegantes idealizaban como El Dorado del mundo antiguo. Y mitos fundacionales aparte, nuestra propia ciudad, Iboshim, también nació por motivos interesados, para cubrir las necesidades comerciales y estratégicas de Cartago. El hecho fue que nuestra isla proporcionaba en el occidente mediterráneo una excelente base de tránsito, refugio y aprovisionamiento para las naves que cruzaban el mar entre norte y sur, entre este y oeste.

     A partir de aquí, nuestra primera ciudad se desarrollaría como muchas otras de su tiempo y con los mismos signos identificativos: división del trabajo, acumulación de bienes en algunas manos y jerarquización social y arquitectónica que se manifestaría en la ubicación y tamaño de los edificios. Ya en sus primeros momentos, la ciudad tendría ámbitos diferenciados: agruparía en su nivel más bajo a la mano de obra, herreros, carpinteros, albañiles, ceramistas, artesanos, etc. En un segundo estrato, su zona media estaría ocupada por comerciantes y mercaderes. Y en el escalón superior, en los barrios más altos de la colina, estarían quienes, sin producir nada tangible, vivían de la palabra, los legisladores, maestros y sacerdotes.

Fuente: Miguel Ángel Gonzalez

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